martes, 7 de febrero de 2017

Equilibrio emocional

Alcanzar un equilibrio emocional nos hace ser más felices, reduce el estrés, favorece el abordaje de los problemas cotidianos, contribuye a que tengamos actitudes más serenas e incluso ayuda a la pérdida de peso. En el siguiente post analizamos la salud mental desde esta perspectiva.

Para el psiquiatra Alejandro Rocamora Bonilla de la Universidad de Comillas, la salud mental se logra cuando hay un equilibrio entre nuestros deseos y la realidad que vivimos. Por un lado, considerar nuestras limitaciones (físicas, psicológicas, económicas, culturales...) y por otro, favorecer nuestras posibilidades (físicas, psicológicas, económicas, culturales...). Al aceptar ambas (limitaciones y posibilidades) nos adaptamos a nuestra realidad. Gracias a esta aceptación podemos alcanzar equilibrio emocional. Este equilibrio no es estable, se va construyendo día a día y mantenerlo es un hábito de vida. Todos estamos sometidos a circunstancias más o menos cotidianas que lo alteran. Además, podemos sufrir alteraciones psicológicas que nos ponen aún más a prueba para mantenerlo; serán momentos en los que necesitaremos aprender herramientas para recuperarlo. Cuando estamos equilibrados podemos afrontar las eventualidades de la vida. Es decir, una persona sana y equilibrada mentalmente no es aquella que no tiene problemas, si no quien logra una estabilidad entre sus deseos y limitaciones, sus necesidades y las necesidades de quienes le rodean, sus proyectos y posibilidades...

Para el profesor Rocamora el equilibrio emocional y la felicidad están relacionados con lograr armonía entre nuestro mundo exterior e interior. El mundo exterior, el “tener”, sería el conjunto de nuestras posesiones: la ambición de belleza, de logros profesionales, de poder económico... El mundo interior, el “ser” , estaría relacionado con los sentimientos: solidaridad, bondad, esperanza... y el manejo de emociones como el miedo, la rabia.... Cuando no existe la armonía entre ambos mundos, la balanza se inclina en exceso a uno u otro, se producen alteraciones de ánimo y de conducta. Si la persona se centra en el mundo exterior, corre el riesgo de convertirse en alguien que no se sacia nunca y por lo tanto no es feliz. Si por el contrario, la persona se centra en sus emociones y pensamientos negativos (críticas, dudas, desconfianza...) tampoco se sentirá feliz.


Irene Alonso Vaquerizo, psicología, emociones, equilibrio emocional


Otros expertos, como Margaret Cullen y Gonzalo Brito, destacan el poder de la intención y los valores para lograr equilibrio emocional. Las intenciones son los pensamientos que impulsan nuestra conducta. Es una fuerza, a veces inconsciente, que nos dirige y hace que logremos lo que queremos. Los valores lo conforman aquellos aspectos que son realmente importantes para nosotros y nuestra vida. El equilibrio emocional se alcanzaría cuando las intenciones están conectadas con los valores personales. Si lo pudiéramos representar con una imagen sería poner nuestras velas (intenciones) a favor de nuestro viento (valores).  Ese viento (valores) nos puede llevar a donde queramos, al poner las velas (intenciones) a su favor. Para ello es importante y necesario que pongamos conciencia en cuáles son nuestros valores y dirijamos nuestras intenciones hacia ellos. En el desarrollo de las intenciones puede que se necesite ayuda o entrenamiento para ponerlas en marcha. Observar si son realistas, si se es constante en perseguir el objetivo, si se saben diseñar submetas, si se es capaz de ser flexible…

La investigación de los últimos años revela que considerar y actuar respecto a los valores propios tiene repercusión no solo en la salud mental si no también en la física. Así lo demuestra el estudio del año 2012 de Logel y Cohen, profesores de las Universidades de Estados Unidos Waterloo y Standford. Estos investigadores realizaron un estudio con mujeres para averiguar si considerar o tener en cuenta sus valores personales influía sobre su peso corporal. Al grupo experimental les pidieron que se reafirmasen en sus valores. Mientras que al grupo control, no les dieron ninguna indicación. Dos meses y medio después los investigadores a cargo del estudio observaron que el grupo experimental (participantes que practicaron la autoafirmación en sus valores) habían perdido 1,5 kilos, mientras que las participantes del grupo control (no tuvieron presentes sus valores) aumentaron en 1,25 kilos. Este estudio pionero en considerar vivir de acuerdo a los valores propios, nos recuerda que mente y cuerpo están en relación. Ambos se influyen positivamente al ir en la misma dirección o se influyen negativamente cuando hay una ausencia de coherencia entre ambos. Otros estudios señalan que priorizar los valores ayuda a que descienda el estrés, a tener mayor fuerza de voluntad y a reducir la agresividad… Falta investigación en este campo, pero sin duda son alentadores estos comienzos.  

lunes, 6 de febrero de 2017

Emociones funcionales versus disfuncionales


En las últimas décadas (tal vez a partir de la publicación del libro de Daniel Goleman “Inteligencia emocional”), ha crecido el interés por el conocimiento emocional. Por un lado, comprendemos las emociones desde diferentes disciplinas (filosofía, psicología), por otro, éstas nos vienen determinadas por la evolución de la especie, la cultura, muy especialmente, por el lenguaje. Por último, cabe señalar, que las emociones también están mediatizadas por el filtro familiar. La suma de todo ello (enfoques, evolución, cultura y familia), da como resultado un aprendizaje emocional que, en muchas ocasiones, puede ser erróneo o difuncional. Podemos, por ejemplo, sentir emociones desproporcionadas (no adaptativas), ante una situación normal (una comida familiar), lo que puede causar incomprensión por parte de los otros y, como consecuencia, favorecer el aislamiento de quien la sufre. De todo ello, hablamos en este post.

Influenciadas por diferentes aspectos, existen muchas definiciones del concepto “emoción”, y los científicos parecen no ponerse de acuerdo. Ello puede ser debido a que las emociones son abordadas desde distintos enfoques: el filosófico, el psicológico, el sociológico... Por poner un ejemplo: Sócrates ensalzaba el poder de la razón sobre las emociones. Además, la idea de emoción también se ve influenciada por diferentes concepciones culturales, las cuales transmiten creencias, actitudes, etc.

Es innegable, además, que el lenguaje influye en el concepto que tenemos sobre las cosas. Así, es llamativo que, según el idioma o cultura, existan palabras o no para poder nombrar emociones. Por ejemplo los yorubas (grupo etnolingüístico del oeste africano) carecen de un término para referirse a la ansiedad y los tahitianos no tienen una palabra para designar la tristeza.

Por otro lado, la familia es nuestra principal influencia para vivir y expresar nuestras emociones. Por tanto, según nuestra educación o manera en la que nuestros padres vivieron o expresaron sus emociones, podemos considerar unas u otras buenas o malas, pensar que tenemos derecho a sentirlas, negarlas, expresarlas o callarlas.

A pesar de que nuestro aprendizaje ha podido enseñarnos que hay emociones buenas o malas, es necesario que sepamos que las emociones en sí mismas no son buenas o malas, será el manejo que hagamos de ellas o la conducta derivada de las mismas lo que sea bueno o malo.  Las emociones no se eligen. Nos ponen en comunicación con nosotros mismos y nuestra interpretación del mundo. Nos pueden hacer sufrir cuando no las aceptamos y no sabemos aprovechar la información que nos dan. Negándolas o ignorándolas, podemos cometer acciones erróneas. Es decir, según el manejo que hagamos de ellas, serán funcionales o disfuncionales. Es importantísimo aprender a manejarlas.

Irene Alonso Vaquerizo, psicología, conocimiento emocional, autoconocimiento, inteligencia emocional, emociones funcionales, emociones disfuncionales


Según el profesor Ekman ―experto en emociones de la Universidad de California― las emociones son un proceso en el que se da una valoración automática de la situación. Esta  rápida valoración no es consciente y está relacionada con nuestro proceso evolutivo como especie y también con nuestras vivencias personales. La emoción nos avisa de algo que ocurre. Según el citado profesor, desde el punto de vista evolutivo, la emoción está al servicio de nuestra supervivencia. Las emociones se desencadenan ante diferentes situaciones (vivencias, conversaciones, películas...).  Una reacción funcional, de forma muy resumida, es adaptativa a la situación. Una reacción disfuncional, sin embargo, es exagerada, sin sentido o no adaptativa. Por ejemplo, es funcional ponernos a salvo de un perro rabioso, pero, temer a un cachorro, no lo es. Como tampoco es funcional la experiencia de fuerte ansiedad que experimenta una persona con anorexia ante un plato de comida. Una reacción disfuncional, a menudo, está relacionada con un trauma del pasado o temor intenso (miedo a ser mordido o, también, pánico a engordar y no ser aceptado). 

Otras veces, podría deberse a un miedo evolutivo, como por ejemplo, el terror a las serpientes que sienten muchas personas, aunque vivan en una ciudad (recordemos que para sobrevivir nuestra especie ha aprendido a escapar de los animales peligrosos, como las serpientes). 

Este es el reto para todos nosotros: aprender a manejar las emociones disfuncionales o aprender a diferenciar cuando son funcionales y cuando son disfuncionales. La neurociencia nos explica que nuestro cerebro es plástico y flexible, lo que, dicho de otro modo, nos permite llegar a manejar nuestras emociones y convertir las disfuncionales en funcionales.

A lo largo de nuestra experiencia vital como personas y miembros de una especie nuestro cerebro ha desarrollado circuitos neuronales a base de repetición que influyen en cómo percibimos la realidad. Cuando una emoción es intensa nos arrastra como una ola y sentimos que no podemos hacer nada. Cuando cede su intensidad, entramos en lo que el profesor Ekman denomina “Período refractario”: este estado nos permite valorar, con cierta calma, la emoción y poder averiguar si es más o menos funcional. Pongamos un ejemplo: tal vez en el pasado hayamos sido víctima del ataque de un perro, experiencia que nos ha hecho desarrollar terror hacia estos animales. Desde entonces, la visión de un perro desata una profunda emoción de miedo. Cuando la emoción es intensa no nos permite valorar la realidad del peligro. Pero, si somos conscientes de ella, al entrar en el “Período refractario”, podremos valorar la magnitud del peligro. Es decir, valorar que no es lo mismo un perro rabioso que un cachorro juguetón. Al poder identificar la emoción, aceptarla (no criticarnos o culparnos por ella), podremos empezar a manejarla. No es lo mismo identificar la emoción de miedo que identificarnos con el miedo. No somos el miedo, sino que tenemos miedo. Si el miedo evoluciona en fobia (terror angustioso extremo), no valen razones y tal vez sea  necesario un apoyo psicológico para poder afrontar la situación.