En las últimas décadas (tal
vez a partir de la publicación del libro de Daniel Goleman “Inteligencia
emocional”), ha crecido el interés por el conocimiento emocional. Por un lado,
comprendemos las emociones desde diferentes disciplinas (filosofía,
psicología), por otro, éstas nos vienen determinadas por la evolución de la
especie, la cultura, muy especialmente, por el lenguaje. Por último, cabe
señalar, que las emociones también están mediatizadas por el filtro familiar.
La suma de todo ello (enfoques, evolución, cultura y familia), da como
resultado un aprendizaje emocional que, en muchas ocasiones, puede ser erróneo
o difuncional. Podemos, por ejemplo, sentir emociones desproporcionadas (no
adaptativas), ante una situación normal (una comida familiar), lo que puede
causar incomprensión por parte de los otros y, como consecuencia, favorecer el
aislamiento de quien la sufre. De todo ello, hablamos en este post.
Influenciadas por
diferentes aspectos, existen muchas definiciones del concepto “emoción”, y los
científicos parecen no ponerse de acuerdo. Ello puede ser debido a que las
emociones son abordadas desde distintos enfoques: el filosófico, el
psicológico, el sociológico... Por poner un ejemplo: Sócrates ensalzaba el
poder de la razón sobre las emociones. Además, la idea de emoción también se ve
influenciada por diferentes concepciones culturales, las cuales transmiten
creencias, actitudes, etc.
Es innegable, además, que
el lenguaje influye en el concepto que tenemos sobre las cosas. Así, es
llamativo que, según el idioma o cultura, existan palabras o no para poder
nombrar emociones. Por ejemplo los yorubas (grupo etnolingüístico del oeste
africano) carecen de un término para referirse a la ansiedad y los tahitianos
no tienen una palabra para designar la tristeza.
Por otro lado, la familia
es nuestra principal influencia para vivir y expresar nuestras emociones. Por
tanto, según nuestra educación o manera en la que nuestros padres vivieron o
expresaron sus emociones, podemos considerar unas u otras buenas o malas,
pensar que tenemos derecho a sentirlas, negarlas, expresarlas o callarlas.
A pesar de que nuestro
aprendizaje ha podido enseñarnos que hay emociones buenas o malas, es necesario
que sepamos que las emociones en sí mismas no son buenas o malas, será el
manejo que hagamos de ellas o la conducta derivada de las mismas lo que sea
bueno o malo. Las emociones no se
eligen. Nos ponen en comunicación con nosotros mismos y nuestra interpretación
del mundo. Nos pueden hacer sufrir cuando no las aceptamos y no sabemos
aprovechar la información que nos dan. Negándolas o ignorándolas, podemos
cometer acciones erróneas. Es decir, según el manejo que hagamos de ellas,
serán funcionales o disfuncionales. Es importantísimo aprender a manejarlas.
Según el profesor Ekman ―experto
en emociones de la Universidad de California― las emociones son un proceso en
el que se da una valoración automática de la situación. Esta rápida valoración no es consciente y está
relacionada con nuestro proceso evolutivo como especie y también con nuestras
vivencias personales. La emoción nos avisa de algo que ocurre. Según el citado
profesor, desde el punto de vista evolutivo, la emoción está al servicio de
nuestra supervivencia. Las emociones se desencadenan ante diferentes
situaciones (vivencias, conversaciones, películas...). Una reacción funcional, de forma muy
resumida, es adaptativa a la situación. Una reacción disfuncional, sin embargo,
es exagerada, sin sentido o no adaptativa. Por ejemplo, es funcional ponernos a
salvo de un perro rabioso, pero, temer a un cachorro, no lo es. Como tampoco es funcional la experiencia de
fuerte ansiedad que experimenta una persona con anorexia ante un plato de
comida. Una reacción disfuncional, a menudo, está relacionada con un trauma del
pasado o temor intenso (miedo a ser mordido o, también, pánico a engordar y no
ser aceptado).
Otras veces, podría deberse a un miedo evolutivo, como por
ejemplo, el terror a las serpientes que sienten muchas personas, aunque vivan
en una ciudad (recordemos que para sobrevivir nuestra especie ha aprendido a
escapar de los animales peligrosos, como las serpientes).
Este es el reto para todos
nosotros: aprender a manejar las emociones disfuncionales o aprender a diferenciar
cuando son funcionales y cuando son disfuncionales. La neurociencia nos explica
que nuestro cerebro es plástico y flexible, lo que, dicho de otro modo, nos
permite llegar a manejar nuestras emociones y convertir las disfuncionales en
funcionales.
A lo largo de nuestra
experiencia vital como personas y miembros de una especie nuestro cerebro ha desarrollado
circuitos neuronales a base de repetición que influyen en cómo percibimos la
realidad. Cuando una emoción es intensa nos arrastra como una ola y sentimos
que no podemos hacer nada. Cuando cede su intensidad, entramos en lo que el
profesor Ekman denomina “Período refractario”: este estado nos permite valorar,
con cierta calma, la emoción y poder averiguar si es más o menos funcional.
Pongamos un ejemplo: tal vez en el pasado hayamos sido víctima del ataque de un
perro, experiencia que nos ha hecho desarrollar terror hacia estos animales.
Desde entonces, la visión de un perro desata una profunda emoción de miedo.
Cuando la emoción es intensa no nos permite valorar la realidad del peligro.
Pero, si somos conscientes de ella, al entrar en el “Período refractario”,
podremos valorar la magnitud del peligro. Es decir, valorar que no es lo mismo
un perro rabioso que un cachorro juguetón. Al poder identificar la emoción,
aceptarla (no criticarnos o culparnos por ella), podremos empezar a manejarla.
No es lo mismo identificar la emoción de miedo que identificarnos con el miedo.
No somos el miedo, sino que tenemos miedo. Si el miedo evoluciona en fobia (terror
angustioso extremo), no valen razones y tal vez sea necesario un apoyo psicológico para poder
afrontar la situación.
me gusto mucho.
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